miércoles, 28 de enero de 2009

GRIFFERO: DRAMATURGO DEL BICENTENARIO


el 27/1/2009 2:40:00

Por Javier Castillo

El próximo año Chile conmemorará doscientos años desde que el 18 de Septiembre de 1810 se nombró a su primera junta de gobierno. Desde entonces, la república ha visto y ayudado al nacimiento de diversas instituciones. Al alero de esta se ha desarrollado una de las democracias más estables de América Latina, han surgido universidades, partidos políticos, movimientos sindicales, asociaciones gremiales, artistas e industrias, instituciones y personajes invocados en los relatos que, en su conjunto, forman los mitos de origen y pasaje del Estado Nacional chileno. Este metarrelato republicano sobrevive al paso de los años en la conciencia nacional de los chilenos, gracias a esa necesidad imperiosa que tienen los sujetos y las comunidades por darse una identidad. Sin embargo, no todo es obra de la conciencia colectiva. El trabajo de artistas plásticos, músicos y escritores, ha sido fundamental en la creación de este mito nacional. Para comprobarlo, basta recordar las siempre oportunas alusiones a La Araucana y Adiós al Séptimo de Línea cada vez que nos preguntamos por nuestra identidad.

En estos doscientos años de vida hemos tenido momentos heroicos y trágicos; traiciones y demostraciones de profunda lealtad; actos de valentía y también de cobardía; que perviven en la conciencia nacional no sólo por su relevancia histórica sino que también por las creaciones artísticas que han inspirado. Así, figuras como Manuel Rodríguez, cuya importancia en la independencia de Chile es de difícil comprobación histórica, sobreviven como héroes republicanos gracias a la lírica popular, la novela y la dramaturgia. Del mismo modo, cuando pensamos en el combate naval de Iquique o en la primera escuadra nacional evocamos la obra de Somerscales, al recordar la matanza de Santa María de Iquique escuchamos la obra de Luis Advis, y al rememorar la Unidad Popular desenterramos los primeros discos de Inti Illimani.

El arte chileno ha ayudado a enaltecer y degradar figuras de nuestro panteón republicano, ha convertido hechos históricos en motivos de orgullo y vergüenza nacional, ha dado sentido de unidad y continuidad a la historia patria. Sin embargo, a las puertas del bicentenario, el rol del arte en la historia de Chile ha sido poco considerado. Más preocupada de las consecuencias materiales del proceso modernizador que comenzó en 1810, la sociedad chilena ha privilegiado proyectos arquitectónicos y grandes obras públicas para conmemorar sus doscientos años de vida. En este contexto, la última obra de Ramón Griffero, Chile Bi-200, es una de las pocas excepciones a la regla.
En esta oportunidad, el destacado director y dramaturgo nacional nos sorprende con una pieza teatral que adapta y resume cuatro obras chilenas del siglo XIX: Camila la Patriota de Sudamérica (1817), de Camilo Henríquez; La Independencia de Chile (1855), de José Antonio Torres; La Batalla de Tarapacá (1883), de Carlos Segundo Lathrop; y La República de Jauja (1899), de Juan Rafael Allende. Cada una de estas representa la particular visión de sus autores sobre un momento crucial de la historia de Chile. Así, Camila La Patriota de Sudamérica es la alegoría trágica con que Camilo Henríquez representa el fracaso de los patriotas luego de la reconquista española. Por su parte, José Antonio Torres, en su versión de la independencia de Chile, revive la discusión entre patriotas y monarquistas desde Cancha Rallada hasta Maipú. A su vez, La Batalla de Tarapacá es una égloga a la resistencia de Eleuterio Ramírez y sus hombres en medio del desierto. Y por último, La República de Jauja atestigua, en clave de comedia, la visión catastrófica de un sector de la sociedad chilena que lamentó la caída de Balmaceda, vio con espanto el despilfarro del auge salitrero y criticó desde un comienzo el parlamentarismo frustrado que surgió luego de la Guerra Civil de 1891.
Fiel a su espíritu “revisionista” de los textos clásicos, expuesto en su Manifiesto para un teatro autónomo de 1985 -“Para no hablar como ellos hablan, no podemos representar como ellos representan”-, Griffero mantiene la esencia y el lenguaje original de los textos adaptados para Chile Bi-200, pero modifica sutilmente el sentido de las obras a través del vestuario, la escenografía y la gestualidad y el movimiento, logrando un nuevo diálogo entre texto y espacio que re-significa y actualiza obras que no pisaban un escenario hace más de 100 años.


La dramaturgia del espacio, como gusta en llamar Griffero a este ejercicio, se manifiesta sin la espectacularidad de otros montajes –Brunch (1999) y Tus Deseos en Fragmentos (2002)-, de manera mucho más sutil, pero manteniendo el vínculo entre la poesía del texto y del espacio. Ejemplo de ello es el juego de luces e imágenes con que la obra, durante el cénit de La Independencia de Chile, sorprende al espectador, acercando la experiencia teatral a límites cinematográficos. O bien, la sutileza gestual con que los personajes de La Batalla de Tarapacá, al fragor del combate, evidencian sus miserias mientras declaman discursos al valor de la patria y sus hombres, develando con genialidad la humana cobardía que se oculta tras un acto de heroísmo.

Ahí radica el valor del teatro de Griffero y de esta obra en particular, en aprovechar al máximo las herramientas teatrales para dar vida al texto.
Ahora bien, contrario a lo que podrían suponer algunos detractores de su estilo, la apuesta teatral de Griffero no se traduce en simple efectismo para camuflar baches actorales o escenas carentes de valor. Muy por el contrario, su uso exhaustivo del espacio, la música y las luces, no tiene como finalidad el convencer, más bien es una invitación a pensar sobre aquello que no está explícitamente dicho en el texto. Por esta razón, la escenografía se mueve al ritmo de los textos y sin necesidad de recurrir a complejos atavíos logra retratar la evolución de la sociedad Chilena a través del siglo XIX. Así, los movimientos, los cambios de vestuario, la música incidental y los cambios de escenografía, dan continuidad lógica al tránsito entre una obra y otra. Sólo de este modo es posible concebir la desazón de Camila ante las huestes patriotas derrotadas, el vigor de las arengas republicanas posteriores a la batalla de Maipú, la cobardía heroica de Eleuterio Ramírez y sus hombres, y la debacle moral de la república luego de la guerra civil de 1891, como parte de un mismo relato: el mito de Chile.

Con esta obra, Griffero no sólo nos recuerda que el 2010 celebraremos doscientos años de vida republicana, sino que también de creación artística. Pero sobre todo, trae al presente el olvidado teatro clásico chileno, a través del cual se proyectaron los sueños y frustraciones de nuestros padres fundadores, entre los cuales, curiosamente, había dos dramaturgos: Camilo Henríquez y Juan Egaña.

Parafraseando el titulo de una opereta escrita por Neruda: auge, fulgor y muerte de nuestros sueños republicanos, están representados en esta magnífica obra.